En 1999 Guillermo Jaim Etcheverry habló de “la tragedia educativa” en su
obra más conocida. Quince años después, se aboca a las dificultades para
enseñar en la sociedad actual.
Por Rosa Bertino
A Guillermo Jaim Etcheverry (72) le encanta venir a Córdoba.
“Me alegra mucho que me sigan invitando, lo cual demuestra que me porto
bien …”, confía el reconocido investigador y profesor.
No todos saben que estudió medicina y se recibió con honores, aunque
siempre le cautivó la docencia.
Esta vez vino invitado por la Fundación Oulton. Ante un público afín y
consustanciado, el exrector de la Universidad Nacional de Buenos Aires se
refirió a la problemática de “Educar en la sociedad actual”.
En esta encrucijada, a Jaim le sale el científico y el amante de la tiza
y el pizarrón.
El diagnóstico es relativamente sencillo: “No hay interés en la
educación”. Lo difícil es encontrar el remedio.
En una entrevista previa, Jaim Etcheverry reconoció que “no ha habido
mejorías” respecto de la situación planteada en su gran suceso editorial, La
tragedia educativa (1999). En estos 15 años, los padres no han
restablecido la alianza con la escuela; esta, a su vez, opta por una “pedagogía
compasiva”, que le allana las cosas al alumno y lo aprueba “con tal de que no
sufra”.
Lo paradójico es que, sin educación, no hay buen trabajo ni desarrollo
personal. Para Jaim Etcheverry, y muchos más, tarde o temprano habrá que
“volver a privilegiar a la docencia y la cuestión docente”.
Malas notas
–Su libro “La tragedia educativa” data de 15 años atrás. ¿No le aflige
que las cosas sigan igual?
–Creo que en algunos aspectos, están incluso peor… Ya tenemos un millón
de jóvenes que no estudian ni trabajan. Además, Argentina ha descendido varios
lugares en el Informe Pisa (Programa para la Evaluación Internacional de
Estudiantes, implementado por la Organización para la Cooperación y el
Desarrollo Económicos); junto con Perú y Uruguay, es el país latinoamericano
con mayor desigualdad educativa.
–Pero también hubo una mejoría relativa entre 2006 y 2012...
–¡Pero porque los que estaban mejor empezaron a estar peor! Así
cualquiera achica una brecha…
–No todo el país se saca “malas notas”. ¿A qué se debe?
–Ya sabemos que los índices de Capital Federal son mejores. Igual que en
salud. La respuesta es obvia: hay más recursos, más interés. En todo el país se
dan experiencias positivas, pero son puntuales, aisladas.
Pública y privada
–¿Se
relaciona con la crisis de la educación pública?
–Tiene que ver, pero sólo en parte. Por empezar, acá no hay una demanda
social educativa. Hablamos mucho, sin generar acciones concretas. Nosotros no
faltábamos nunca al colegio. No se podía. Hoy somos el país “líder” en
ausentismo estudiantil. Esto tiene su correlato en los liderazgos políticos. Es
raro encontrar un candidato o referente que plantee a la educación como una cuestión
indispensable.
–Según el Indec, el sector privado ya absorbe un 40 por ciento de la
matrícula de primer grado. Y el mayor corrimiento se ha dado en las clases
medias y bajas.
–No lo niego. Los sectores humildes o de gente trabajadora son los que
más se preocupan por la formación de sus hijos. Ellos le dan real valor a la
educación. Pero para que esta mejore, hace falta una decisión general, una toma
de conciencia. Fíjese lo que pasa en Corea: cuando los secundarios tienen que
dar examen, hasta los aeropuertos hacen silencio.
–La exclusión es un problema creciente. ¿Obedece a la falta de dinero o
de educación?
–Hoy es más grave no haber hecho el secundario que no tener plata. Para
cualquier trabajo con relación de dependencia te piden el título. Y sin embargo,
la deserción en el nivel medio sigue aumentando. Esto impacta directamente en
la informalidad laboral.
Nostalgia sarmientina
–En el siglo 19, la escuela argentina fue capaz de elevar socialmente a
todo un país. ¿Por qué hoy no se puede repetir esa hazaña?
–Nos vamos a pasar la vida añorando a Sarmiento. El primer censo,
realizado en 1869, arrojó un 70 por ciento de población analfabeta. Medio siglo
después, la ecuación se había revertido y Argentina tenía mejores índices que
España o Italia, países de los cuales provenía la mayoría de los inmigrantes.
Aquella política educacional estaba diseñada para captarlos, argentinizarlos.
Cabe recordar que todo eso se logró con educación pública. Pero entonces había
una dirigencia plenamente comprometida con la educación. La maestra o el
profesor provenían de clases acomodadas. Hoy vivimos en una sociedad del
espectáculo. Muchas “escuelas palacio” de Sarmiento o Avellaneda se han
convertido en shoppings . Es una demostración de la demanda de
entretenimiento y poco esfuerzo. Acá en Córdoba, los padres llevan a sus hijos
al Patio Olmos. No les dicen que allí funcionó una gran escuela. ¡La escalinata
todavía está intacta... y hermosa!
–¿Qué habría que hacer, entonces? ¿La solución pasa por la cuestión
salarial o por más tecnología en las aulas?
–Antes que nada, pasa por la recomposición social. Hay mucha hipocresía.
Nos llenamos la boca hablando de educación, pero no alentamos a nuestros hijos
a que estudien magisterio. O que vayan a enseñar a la villa o el monte. Hay que
volver a privilegiar a la docencia. Restablecer la alianza entre padres y
maestros. Esa alianza se ha roto y se dio paso a una pedagogía “compasiva”, en
la cual el alumno es entrevisto como una víctima potencial del maestro o de la
disciplina escolar. Como si hubiéramos borrado el concepto de sacrificio y no
quisiéramos que el niño se exponga a ninguno. En una línea muy parecida, hemos
depositado nuestra confianza en la computadora. Sólo porque es más fácil y
entretenida. Así surgió la convicción, al menos subliminal, de que “la
educación no sirve para nada; sólo sirve la máquina”.